lunes, 16 de marzo de 2009

STARLET

Starlet apareció en mi vida cuando salíamos de la adolescencia y entrábamos en el mundo de los adultos a través de ese camino tan romántico y lleno de belleza que es la Universidad. Era - y es - una chica tirando a rolliza pero sin serlo, de sonrisa brillante y vital, con toda la marcha del mundo en el cuerpo y con varios amores a los que empezaba a descubrir poco a poco. Uno de ellos, tal vez el más importante para ella, pero irrelevante para nuestra historia, era mi amigo Yet, que sería - y es - su compañero de fatigas, y de otras cosas ...
Pero ella era también una enamorada de los humores alterados, una apasionada del síntoma morboso; tenía a la enfermedad como platónico amor, y a mí como su confidente y privilegiado alcahueto. He de reconocer que sus continuas preguntas y angustias enfermizas me ayudaron a fijar algún que otro concepto, incluso a aprobar alguna que otra asignatura. Recuerdo - por poner un ejemplo - el día que llegó a mi casa corriendo, taquipneica y con el habla entrecortada, para decirme que estaba gravísima, que acababa de sufrir un infarto y que si no la llevábamos pronto a un hospital su vida sufría un grave peligro. Simplemente fantástico.
Su promiscuidad dentro del mundo de la Patología General y particular no conocía límites. Llegó a padecer varios tumores cerebrales, de diferentes tipos histológicos - ¡cómo se los sabía la condenada! -. Por un momento pensé que se iba a convertir en una baronesa de Münchausen cualquiera. Sin embargo, el balsámico efecto de mis palabras y de mis malísimos dibujos - que luego guardaba y enseñaba a sus amigas -, me hicieron darme cuenta de que en realidad era la promiscuidad lo que le atraía. Ella no quería enfermar, agravar su estado y morir; ella quería enfrentarse a un enemigo invisible y misterioso y con la fuerza de su convicción y la ayuda de mis consejos, salir victoriosa una y otra vez. Era en verdad la moderna heroína del siglo donde más se ha idolatrado la salud como fin en la vida.

Con el paso de los años, su amor por Yet crecía exponencialmente, pero continuaba con esa relación adúltera, casi sexual, con la enfermedad. Seducir a los síntomas, llegar al diagnóstico diferencial y darse cuenta de que, a fin de cuentas, no había nada de nada en todo aquello. Al mismo tiempo, mi sabiduría - por llamarlo de alguna manera - aumentaba, digamos que linealmente y cada vez quería más a mi amiga Starlet. Camino de mi casa, a la salida de las clases que nos impartían en el hospital, pasaba por su pisito de estudiante, compartido con otras amigas, para que me diera cuenta del parte semanal de enfermedades. Aquello era maravilloso. Me contaba uno tras otro decenas y decenas de pinchazos, opresiones, fluidos anómalos y sensaciones extrañas, algunas reales, otras sospechosas de conductas inconfesables, las más totalmente imaginarias.
Yo la amaba en su personal hipocondría. Cada día un síntoma nuevo, un amante nuevo, probando mi capacidad de resolver con explicaciones científicas su angustia de ese momento. Y sé que ella, y sus enfermedades imaginarias, a su manera, me amaban. Esperaban mi llegada cada tarde y me recibían como se hacía con los médicos de antes: con "¿Un cafelito, don Ángel? ¿se anima con este pacharán casero? Venga, que no se diga. Por cierto, sigue usted soltero, verdad; porque el caso es que tengo una conocida que su hermana ..." y cosas así.
Los años pasaron, y los avatares de la vida me alejaron de Starlet. Cambió de casa, terminé la carrera. Se acabaron los cafelitos, los pacharanes, las amigas casaderas y los síntomas imaginarios. Su amor por Yet llegó a su punto culminante: un buen día me anunciaron que se iban a casar, que fuera comprándome un traje nuevo, que para el Otoño pasaban por la vicaría.
En ese momento me di cuenta de que lo nuestro había terminado. Como un colegial al que le deja la novia, me fui a mi casa a llorar y regar mis penas con el destilado néctar de cereal de las tierras del Norte. Pensé que mi vida no tenía sentido y que no sabía para que tantas horas de dedicación para que luego te dejen tirado y que esto es una mierda y que no hay derecho y que menuda tajada tengo y que me voy a dormir para no tirarme por el viaducto.

Pasada la decepción del primer momento, olvidé lo sucedido y me enfrasqué en mi trabajo, en el estudio y en la investigación. Me olvidé de hipocondrías, de enfermos imaginarios y de las penas de mi amiga Starlet. Resultó que todo aquello que estudiaba me gustaba y que era lo que en realidad quería hacer durante los próximos años de mi carrera profesional. Fueron meses muy felices, en parte porque yo también encontré a mi amor, Colombina.
Hasta que un día tonto de este Otoño tan precioso que tenemos en Madrid, oyendo los mensajes del contestador, escuché uno que me llenó de pavor. Había estado de guardia y el mensaje tenía unas 40 horas de antigüedad. Era de Yet, y me decía que por favor fuera ver a Starlet, porque él estaba ya harto de sus locuras y sus síntomas imaginarios y que a mí me hacía más caso. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal y un pensamiento único ocupaba mi mente: "Se acabó", aunque en ese momento estaba equivocado en cuanto a lo que se acababa.
Fui corriendo a casa de Starlet y la encontré postrada en su lecho de dolor, retorciéndose desesperadamente por las contracciones rítmicas de sus uréteres que luchaban por expulsar una pequeña piedrecita. "¡Por favor, quítame el dolor, por favor, quítame el dolor!", repetía sin parar. No tuve problemas, a pesar de no dedicarme ya a la práctica asistencial, para atajar su mal, su primer verdadero mal, su primera enfermedad.
Pasados los momentos de máxima angustia, me decía: "Me has curado, amigo mío, gracias eternas. Siempre me curaste tú y quiero que cuando tenga mis niños me quites el dolor, porque me han dicho que el parto es parecido a esto y no quiero tener nunca dolor. ¿Verdad que tú me quitarás el dolor? Anda, Doc, dime que lo harás".
Cuando volvía a mi casa, bajo la lluvia del Otoño madrileño, una vez había dejado a mi amiga Starlet, sin dolor, y en la compañía de Yet, me di cuenta de lo que había pasado. Starlet se había curado, pero no de su cólico, sino de su enfermedad imaginaria. Había descubierto el dolor, había nacido a la vida real, a la del sufrimiento, la de la cruda realidad. Había visto que la enfermedad no era como ella había soñado, como había leído en cientos de novelas, románticas unas, descarnadas otras.

Mi amiga Starlet sabía ya que la enfermedad podía ser un drama y se había sentido impotente porque los síntomas la superaban y no eran nada románticos. Le había tocado de lleno el dolor, que no entiende de razas, sexos ni fidelidades morbosas -¿conocéis alguien más fiel a los males corporales que Starlet? -. Ella descubrió que la enfermedad real a veces duele y pasó a odiar al dolor y de heroína se transmutó en niña desvalida y acobardada que seguía repitiendo, mientras yo avanzada bajo la lluvia, "Por favor, cuando nazca mi pequeño, que no me duela, que no me duela, que no me duela, que no me duela ..."


P.S.: No era mi intención poner cosas antiguas en los post, pero a este relato le tengo especial cariño. Es de verano de 1996.

3 comentarios:

  1. Simplemente, nuareg, me ha encantado. Me ha encantado.
    Joder, es el post más bonito que has escrito nunca.
    Es un cuento precioso, ameno, Que no he podido dejar de leer desde la primera linea.
    Que me he emocionao y tó!!

    Jooooooooo....

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  2. Pe: me alegro de que te haya gustado. Me mencionaron delante de un aula repleta de gente en un curso de verano dirigido por mi admirado Umbral al que asistí.
    Como lo he leído muchas veces, tal vez no lo aprecie en su justa medida, aunque me parecía algo extenso para el blog.
    Puede que incluya próximamente hisorias por fascículos ...

    P.S.: los personajes que aparecen en la historia son reales y en algunos casos sus nombres han sido cambiados.

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  3. Muy bien escrito. Muy bien vivido.

    Qué diferente vivencia para seguir en lo "tuyo". Yo odio la enfermedad. Qué agonía cuando no se la puede vencer.

    Starlet tuvo y tiene suerte.
    Reconforta, que siempre algo queda.

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