jueves, 14 de enero de 2010

SABOR A TIERRA

Sigo dándole vueltas al tema de las trufas. Confieso que mi primera impresión fue de un placer papilar difícil de explicar. No era un sabor claramente agradable, aunque sí que conectaba con unos receptores nerviosos que encendían áreas de mi cerebro gustativo que nunca habían sido estimuladas.
La primera impresión es la que cuenta, y fue embriagadora. Fue un platito de final láminas de trufa, sin cocinar, ligeramente recubiertas de aceite de oliva virgen extraído en frío. Una delicia.
La cena continuó y eso fue el origen del los males intestinales que siguieron horas después, en el frío de la madrugada, aunque considerando que fue un error mío y una escasa consideración por parte de la simpática camarera, no culparé a las trufas de esos males y aquellas angustias.
Volviendo sobre aquel platito inicial de trufas bañadas en oro líquido me parecen una recreación certera de los frutos más preciados de la tierra mediterránea: el oro líquido y el oro negro. Excelente combinación del trabajo del hombre que da un oro líquido y de la búsqueda de los tesoros más recónditos que dan unas láminas que saben a tierra. Pensándolo bien, creo que volveré a robar las trufas, aunque no de la opípara manera de mi estreno por tierras francesas.
¿Por qué me atrae el sabor de las trufas? ¿Por qué se pagan fortunas por ellas? ¿A qué sabe la tierra? ¿Por qué esa evocación de la tierra en forma de sabor me ha resultado tan atrayente?
La tierra nos entra por todos los sentidos, por los convencionales y por los que tenemos y desconocemos en donde se encuentran.
Caen unas gotas, las pistas forestales se van empapando ligeramente con el chispeo que precede a una tormenta de verano. Llueve con más fuerza y nos protegemos debajo del tejadillo de una casa de pueblo. Miramos como llueve mientras esperamos a que escampe. Deja de llover y comienza el olor a tierra mojada que dura el tiempo que tarda esa lluvia caída en la tierra en evaporarse.
Vemos Memorias de África y llega la escena de la avioneta con el Sol detrás y el marrón de la tierra africana impresiona nuestra retina. Los pelos se ponen de punta y todo el cuerpo se estremece solo de pensar como debe vivirse esa sensación en directo.
La gente que ha estado en la cuna del género humano, en el África más Subsahariana, donde el primer predecesor del hombre moderno decidió comenzar un viaje que le llevaría a las estrellas, habla de esas sensaciones. Algo hace estremecer hasta la última célula de su ser. Es una vuelta a los orígenes, una especie de deja vu genético difícil de explicar, y que sólo se puede sentir.
Polvo somos y en polvo nos hemos de convertir, de la tierra venimos y a ella volvemos. La teoría de Gaia parece algo desfasada aunque algo de verdad podría tener, y es que la Tierra, esta vez con mayúscula, no sólo es nuestra casa, somos parte de ella y ella parte de nosotros.

¿Será por eso que nos gustan las trufas?

sábado, 2 de enero de 2010

INGRID

La Navidad es preciosa, me encanta, y una de esas cositas buenas que tiene es que haces zapping y siempre te encuentras con Casablanca...

viernes, 1 de enero de 2010

DEL PORQUÉ DE QUE NOS GUSTEN LAS TRUFAS (O NO)

Lo que voy a contaros en las siguientes líneas es un pensamiento complejo y muy elaborado. Llevo reflexionando sobre ello desde hace más de un es y creo que estoy en condiciones de presentar por escrito mis pensamientos. Como algunos sabéis, una especie de viaje iniciático del comienzo de la cuarentena me ha llevado a tierras que jamás pensé recorrer. Venciendo una de mis fobias, reconozco que algo injusta, me decidí a recorrer los campos, ciudades y pueblos de la Provenza francesa. Superada mi fobia al idioma y a algunas características conocidas de sus habitantes, me metí de lleno en los restos romanos, los castillos-palacio de roca imponente de las ciudades papales de Avignon y alrededores.

Cada noche, en compañía de mi churri y unos amigos, unos en cuerpo y otros, por azares de la vida, en espíritu, nos dábamos homenajes gastronómicos a mayor gloria de los cuarenta años cumplidos. La gastronomía francesa hace honor a su fama, aunque no siempre. Algún pero quiero ponerles a nuestros vecinos del Norte, y es que da la impresión de que la costumbre de combinar sabores y texturas se convierte a veces en una pequeña obsesión, con resultados inciertos a veces en los estómagos de sus clientes. Creo que han dejado de lado los sabores puros y se han lanzado en demasía en brazos de la fusión y los contrastes. No creo que éstos últimos sean malos, antes al contrario, pero un exceso de celo en este sentido puede amargar la noche al paladar más exigente.

Gastronómicamente hablando, decir Otoño en Francia es decir trufas. La trufa es una hongo muy selecto y escaso que la tierra alberga en su interior, a la espera de que un olfato privilegiado la detecte y dé a luz. Tuber melanosporum la llaman en la familia de los hongos comestibles. Es la reina del mundo micótico, con un reinado que se basa en una efímera y fugaz aparición en las tierras mojadas de las orillas del Mediterráneo. Expertos sabuesos, adiestrados por codiciosos humanos, husmean el suelo de robledales hasta alcanzar el frenesí de la extenuación que supone hacerse con la mayor pieza, que hará rico a su propietario.

Los franceses suspiran por la llegada de la trufa y nosotros, viajeros curiosos, nos preguntábamos todas las noches sobre las virtudes y cualidades de ese producto de la tierra, de tan poca agraciada apariencia. Desconocíamos su sabor y su olor, su textura, incluso su precio. Finalmente nuestro amigo Jerome, del hotel en el que nos alojábamos, nos recomendó un restaurante apropiado para introducirnos en el mundo de la "trufología".

Trufa de primero, trufa de segundo, trufa de tercero. Ese era el menú en cuestión y hacia
el nos lanzamos con una venda en los ojos. ¿A qué sabían las trufas? En primera instancia es difícil de explicar, no se parece a nada que hubiera podido paladear anteriormente. Es un sabor muy fuerte, ciertamente poco digestivo, intenso, de ahí que se precisen cantidades muy pequeñas para condimentar los platos que cada Otoño adornan las mesas más selectas. La pregunta estaba ahí y era insistente: ¿A qué saben las trufas?

Pues bien, tras superar una muy pesada digestión después del pantagruélico menú trufero, me he pasado más de un mes pensando en una respuesta satisfactoria y convincente a esta cuestión, por fin he podido atisbar una teoría sobre el sabor de la trufa y el porqué de tu éxito: SABE A TIERRA.

P.S.: Para empezar el año me parece una aceptable reflexión, pero será continuada por una disertación sobre la tierra o la Tierra, que mañana será otro día.