lunes, 5 de enero de 2009

FIGARO

Ir al peluquero es, para un hombre, un mal necesario. Puede parecer despreciativo para este gremio tan respetable, y con una historia tan ilustre y artística como la suya.


Para una sociedad o tribu o grupúsculo, el hecho de que se permita que un individu@ se dedique a la belleza capilar en sus distintas vertientes, podría ser considerado un avance comparable a la invención de la rueda, el descubrimiento del fuego o darse cuenta de que los niños no vienen de París. Te cambio un saco de harina, una pata de buey, cortarte la leña o cuidarte los niños mientras vas al cine por un corte de pelo a la última. Un buen día, los miembros de la tribu humana decidieron darle valor al adecentamiento de los cabellos.



Es una verdad reconocida, aunque no refutada científicamente, que el cromosoma Y que distingue a los varones de nuestra especie contiene una serie de genes que impiden permanecer más de 20 minutos sentados en el sillón de la peluquería.

A mí siempre me han caído simpáticos los peluqueros, aunque creo que han perdido enteros desde que se inventaron las maquinillas, manuales o eléctricas, y dejaron de ser barberos. Perdieron una cuota de poder –sabiduría o arte es poder- que les hizo bajar bastantes enteros.





Desde bien pequeño me he deleitado escuchando a diversos barítonos las piezas de Il barbiere di Siviglia, nuestro querido Fígaro. Es uno de los personajes más entrañables y divertidos de la lírica de todos los tiempos. Desde que tuve la ocasión de verla en directo hace unos años, la tengo como mi opera de cabecera. Aunque las arias de Alma viva permiten un lucimiento especial - sobre todo si te llamas Juan Diego Flórez y cantas como los ángeles -, toda la representación gira en torno al factotum de la città. Es una delicia.

También me resultan simpáticos porque son los padres profesionales de un gremio al que me une una relación de dualidad y dependencia desde hace años. Puede que sea porque siempre he querido ser uno de ellos sin yo saberlo. Se trata de mis amigos los cirujanos. De hecho, antes de la llegada del siglo de los cirujanos, los médicos se dedicaban a curar los males de la gente, tras años y años de formación en la Universidad, mientras que el cirujano era barbero, curaban guarradillas de gente de baja estofa y drenaba puses y otras inmundicias. Hasta el siglo XX no alcanzó la consideración social de nuestros tiempos.

Pero ir a la peluquería hoy en día es una mezcla de acto social, obligación estética e higiene mental por la que todos pasamos –y el día que ya no pasas, tienes que ir al psicólogo para superarlo-.

A mí siempre me ha resultado difícil serle fiel a un peluquero. Me termino cansando y, en general, suelo emplear el criterio de la cercanía. Cuanto era un tierno infante, me llevaba mi madre, con el mangoneo habitual al que nos someten las madres durante toda nuestra vida. Aquel era uno de esos peluqueros-barberos de antes. Excombatiente de la Guerra Civil, afeitaba a mi abuelo todas las semanas, haciendo real, en plena dictadura, la deseable reconciliación amistosa de los contendientes. Como así todo quedaba en familia, a mí me rapaba los pelillos rubios con arte y esmero, siguiendo al pie de la letra los designios de mi madre.


Con la adolescencia, llegó la jubilación del brigadista, y tomé las riendas de mis cortes de pelo. Que si raya a la derecha, que si todo para atrás, que si gomina, que si vuelta con la raya a la izquierda. Estuve unos cuantos años con unos peluqueros que trabajaban en un bajo en la misma manzana de mi casa. Al final terminó toda la familia formando una amplia clientela, salvo un primo mío que iba a otra que, como sería, que mi tía les llamaba “los asesinos”. Sin comentarios.

El final de mi relación con los peluqueros vecinos fue un tanto traumático. Resultó que una tarde fui a última hora a hacerme un apaño, y casi me lo hacen de verdad. Uno de los de la tijera que estaba en ese turno me empezó a contar que si sus viajes a Cuba, los amigos que tenía por allí y que estaba harto de España y que se volvía. Entre amigo y amigo, sobeteo por aquí, toqueteo por allá -en cabeza y cuello, ojo-. Al final terminó por decirme que me iba a dejar más guapo que el de Sensación de vivir ese. No sé si puede disimular mi cara de horror en el espejo, pero me faltó tiempo para escapar de aquel lugar. En mi vida he corrido tanto para huir de un sitio.

Como aquel suceso no cuadraba con mi visión de las apetencias carnales –algunas es mejor no probarlas, por si acaso-, ni mucho menos de un simple corte de pelo, decidí cambiarme de peluquería. Estuve una temporada dando tumbos por aquí y por allí. Mi chica me recomendó una de esas se me llaman unisex. Fui una vez, porque después de la primera y única visita, salí pareciéndome al hermano gemelo de Paul Young, en plan cantante inglés tecno de los ochenta. Con mi pinta de niño bueno del barrio de Chamberí de toda la vida, no encajaba muy bien. No volví.

Tras unos interminables meses dando tumbos, como un Ulises sin llegar a su destino, por fin encontré lo que parecía ser el paraíso de las tijeras. Un sitio limpio, discreto, con gente amable, educada, simpática pero no empalagosa, que conocía mi nombre. Con ellos se podía hablar de todo tipo de temas y salías satisfecho y encantado de la vida. Creía haber encontrado un lugar en el que empezar a echar raíces.

Pero un día de invierno, mientras sesteaba en el sillón de peluquería del local que creía me iba a ver envejecer de barbilla para arriba, sentí lo que me parecía un “tajo” en mi oreja derecha. “No es nada, señor, sólo es una rozadura, ya le pongo un algodón”, me contestó el ayudante. Seguí sesteando con una molestia en la zona descrita. Terminó la faena –nunca mejor dicho-, pagué y me marché a mis cosas.

Varias horas después llegué a casa y, en el espejo del baño, pude apreciar horrorizado la magnitud de la avería. Ni el Tajo de Ronda lo superaba. Iracundo y fuera de mí bajé a mi futura ex-peluquería dispuesto a montarla. ¡Y vaya si la monté! Casi acabamos en la Plaza de Castilla, por agresión mutua y me fui de allí con amenazas de denuncia y con promesas de enviar a mis abogados.

Repasando mi currículum de barbería la depresión es lógica y natural. ¿Es que no puedo ser normal? ¡Quién fuera calvo!

En que hora habré tenido ese pensamiento. Hace ya unos años que la cima de mi anatomía capilar se está abriendo un agujero que, ¡ríete del de la capa de ozono! Al menos ese parece que se está cerrando. El mío no tiene solución.

Sí la tiene, y es no mirar. Por eso, con mi peluquero actual, con el que parece que todo va bien (coetáneo, padre de familia y bastante normal), cada vez que me muestra en el espejo como ha quedado el corte en la región bucal, prefiero cerrar los ojos y decirle “muy bien, muy bien”.

Y es que cada hombre, tarde o temprano, termina cayendo presa de sus propios miedos. El conseguir superarlos debe ser la señal de que uno se ha hecho mayor.

Dadme tiempo para conseguirlo.

3 comentarios:

  1. Soy mujer y odio ir a las peluquerías. De hecho, hoy hace un año fue la última vez que pasé por una de ellas...
    Es hora de volver y me hago la remolona. ¡No lo soporto!

    Así que, como te imaginarás, de fidelidad (en este caso, y sólo en este caso)... nada de nada.

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  2. Este capítulo es menos romántico poético pero de un realista que da miedo. Lo de la peluquería, como dices bien, es un mal necesario o un mal que nos autoimponemos o nos autoinfluyen.
    Y no te digo si eres mujer.
    Vosotros os lo tenéis que cortar si en vuestro estilo no encaja el desmelene. Vamos por obligación.
    Nosotras vamos por devoción estética. Si llevas mechas y ya tienes una raya enorme la gente te dice "a ver si pasas por la pelu". Eso se dice facilmente, pero pueden llegar a ser ¡cuatro horas!. Vamos, ningún chollo.

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  3. Pues he de confesar, nuareg, que para mi, mi peluquera es poco menos que como mi confesor o mi psicoanaista, vamos, alguien en quien deposito una confianza ciega. Bueno, ciega, ciega, no, que no soy tonta, sino basada en lo atractiva que me veo tras la visita. Habré tenido, tengo que reconocerlo,4 o 5 en toda mi vida,y dados los cambios de look a que me he sometido son poquísimo. Lo cual signfica que, a la postre, soy una mujer fiel. Y además, lo reconozo, para mí es uno de los placeres de la vida: que te acaricien el pelo y te hagan un masajito, que te pongan estupenda y satisfagan tu ego y ganas de verte bella es algo impagable. Si encima, te entienden y tienen iniciativa (que para las indecisas como yo es algo muy cutivador) la cosa se hace entonces, casi un compromiso de por vida.
    En fin. Que es cosa seria.

    Aunque veo en tí una cierta inquina por los peluqueros, parecida a la que yo tengo por los taxistas...(eso sin mencionar la amable concepción que tienes de los cirujanos, nuestros "amigos-enemigos",jejejeje, sin los cuales nuestro trabajo no tendría sentido...)
    Nos lo tenemos que mirar, nuareg, nos lo tenemos que mirar...

    Por cierto: qué agujero ni qué capa de ozono??? Exageras, amigo, exageras....Doy fe.

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