viernes, 19 de junio de 2009

LOS REYES SÍ EXISTEN

Las lágrimas brotaban como cataratas saladas que dejaban un rastro grisáceo de pena y abandono por su rostro suave y redondo. “Los Reyes son los padres”, repetían a coro su hermano Miguel y los amigos de éste. Mientras tanto, Pedrito lloraba y lloraba sin cesar, tapándose los oídos casi con violencia, como intentando aislar su cuerpo de niño de ese mundo tan simple y sórdido que aquellos niños mayores le mostraban.
Los jardines de la urbanización en la que Pedrito vivía feliz bullían de carreras y gritos en las calurosas tardes de Junio, con la chiquillería ya de vacaciones. Las piscinas daban un respiro a la canícula que castigaba Madrid por esas fechas y servían además para aplacar la furia vacacional de los hijos de clase media de la periferia de la capital.
Pedrito tenía nueve años recién cumplidos. Era un niño alegre y espontáneo, algo tímido, nervioso en ocasiones. Pero sobre todo Pedrito era un cielo de niño, cariñoso con todos y siempre preocupado por que todos los que le rodeaban fueran siempre felices. Por ese motivo no podían comprender el motivo de aquella mofa, de aquella humillación y del regodeo de aquellos niños mayores ante su respuesta infantil de rabia e impotencia. Durante su corta vida la seguridad del mundo de los adultos le había hecho crecer con la tranquilidad de la confianza en sus padres, sus profesores, su hermano mayor. Ahora, su pequeño mundo parecía venirse abajo.
Sus padres trabajaban sin descanso y ese año habían decidido que los niños quedaran a cargo de una mucama durante las mañanas en la urbanización. Era el primer año que lo hacían así. Hasta ese momento era su madre la que renunciaba a trabajar durante el verano, época en la que Pedrito se afianzaba en su condición de rey de la casa. Su hermano Miguel, cuatro años mayor, salía de casa a las once de la mañana, recorría todos los rincones de los jardines y, exhausto, retornaba a la hora de comer, tras haber disfrutado de su ansiada libertad matutina de los meses estivales. Por su padre, Pedrito pasaba este año a la categoría de los “mayores”: se le permitía correr libre por las zonas comunes, bañarse solo, aunque con cierta vigilancia externa, no tenía que dar explicaciones sobre cada minuto de la mañana. Pedrito se sentía otro, menos bebe y más niño, todo un niño.
A cambio de esa libertad y la asunción de responsabilidades nuevas, como poner la mesa, ordenar su habitación o coger recados del teléfono, recibía mensajes y órdenes de los niños-jefes de la urbanización en las horas en las que los adultos trabajan. Los hermanos mayores, con la connivencia de las cuidadoras, campaban por sus respetos e imponían su ley implacables. Los pequeños, recién llegados, separados de los senos maternales y a veces opulentos de las niñeras de allende los mares, intentaban sobrevivir como podían. Formaban grupos de juegos, de niños, de niñas, de niños con niñas, con la intención inicial de pasar la mañana entretenidos, pero con la inconsciente de defender su integridad de los ataques de aquellos mayores que a veces abusaban de su posición de superioridad.
El coche teledirigido de Pedrito era rojo y precioso. Tras meses de práctica, con la llegada de la canícula, había aprendido a dirigirlo con maestría a través de los senderos solados que circundaban la piscina y los bloques de pisos de su urbanización. Como el vehículo era una especien de ranchera descubierta, del tipo pick-up, podía llevarse de paseo las muñecas de sus amigas. Además, y gracias a la tracción en las cuatro ruedas, se había lanzado a recorrer senderos más abruptos, llegando a adentrarse en ocasiones en el mundo verde de césped que crecía por todos los jardines. Su siguiente objetivo sería dar una vuelta alrededor de la piscina. En el fondo, el amor al riesgo y al peligro es inherente al ser humano. Da igual la edad, si algo puede ser más arriesgado, se hará de esa manera.
-Me lo han traído los Reyes este año, contestaba Pedrito orgulloso a sus pequeños amigos del vecindario, que lo miraban alucinados.
En la distancia, el grupo de niños mayores se regodeaba sólo con pensar el rato que iban a pasar a costa de aquel pequeñajo.
-¿Quién has dicho que te lo han traído?, le preguntó el más alto de ellos.
En sus ojos maliciosos brillaba la emoción del que va a ser hiriente con total premeditación y alevosía.
-Pues me lo ha traído Melchor, que es mi rey favorito. Se lo puse en la carta que vinieron a recoger al colegio y, como he sido muy bueno, me lo ha traído.
En el rostro de Pedrito resplandecía la alegría del reconocimiento por parte de un ser superior, desconocido y muy conocido a la vez, que le venía a decir, desde lo más hondo del corazón, que era bueno, que era querido y que siguiera así. Los Reyes Magos le habían dado un regalo, con el mismo altruismo con el que él hacía las cosas, para animarle a seguir por ese camino marcado firmemente por sus progenitores.
-Pero si los Reyes son los padres, pequeñajo, repetía Miguel, su hermano. ¿No lo sabías?. Son ellos los que cogen la carta y compran los regalos. Yo les he visto en casa envolviendo los regalos.
-No me lo creo, no me lo creo, lo decís porque sois malos. Vais a ir a papá y mamá. Tú el primero, Miguel, y los Reyes no te van a traer nada el año que viene, ya lo verás.
Mientras Pedrito seguía con su retahíla de pequeños exabruptos, las risas y chanzas de los mayores, su hermano incluido, aumentaban en intensidad. El corrillo se terminó cerrando, quedando Pedrito en el centro, con su pick-up rojo, defendiéndose como podía de la humillación. Tapaba sus oídos con fuerza, intentando atenuar los gritos que no paraban de atormentarle, aunque sin éxito, ya que el mensaje le había llegado con claridad: “Los Reyes son los padres”.
En ese momento el alboroto era ya mayúsculo, e hizo que varias cuidadoras decidieran acercarse para deshacer por fin el tumulto. Cual si de un grupo de trileros se tratara, el grupo de mayores se volatilizó al grito de “aire”, y Pedrito quedó en el suelo, abrazado a su pick-up, gimoteando. Gladys, su fiel mucama, se tomó la mano y lo llevó a casa, intentando consolarle por el camino. Pedrito no hablaba, sólo miraba al suelo y negaba con la cabeza, mientras repetía para sí: “Los Reyes sí existe, yo les he visto, y me traen cosas cada año”.
Ya en casa, Pedrito se sintió de repente agotado, en parte por el disgusto y en parte por la humillación de la que acababa de ser víctima. Gladys le dio un vaso de leche y, aunque todavía eran las doce de la mañana, el sueño le venció y cayó rendido en el sofá del salón, en el que sus padres jamás le permitían estar. Su cuidadora le cogió delicadamente en brazos y le llevó a su habitación infantil, donde continuó durmiendo hasta la hora de comer.
La siesta de Pedrito estuvo repleta de sueños, con niños malos, hadas buenas y Reyes Magos apareciendo y desapareciendo, hasta que, de repente, un tacto cálido y suave le rozó sus mejillas redondas y mullidas. Su madre acababa de llegar a casa y, enterada de lo ocurrido en el jardín, sin cambiarse siquiera, había acudido en auxilio de su pequeño, tras la preceptiva regañina al hermano mayor.
El beso de su madre, junto con el abrazo recibido a continuación, cerraron la caja de los truenos y eliminaron las dudas en su corazón. No fueron necesarias las palabras, con el contacto físico tuvo suficiente para saber que su madre jamás podría hacerle ningún mal, que siempre le querría y que los niños mayores estaban equivocados en cuanto a lo de los Reyes Magos. Sin embargo, la curiosidad le picaba en su interior. De repente, sintió la necesidad de preguntar y, cuando su madre estaba a punto de salir de la habitación, le espetó: ¿Mamá, los Reyes son los padres?
-¿Quién te ha contado eso, Pedrito?, preguntó su madre fingiéndose preocupada.
- Pues mira, los mayores la han tomado conmigo y me lo han dicho. Han sido
muy malos conmigo, porque además creo que es mentira. Dime la verdad, mamá.
Su madre no sabía muy bien que contestar ni donde meterse, así que decidió darse un respiro para pensar la respuesta, pues no quería hacer sufrir más a su pequeño, y tampoco quería darle falsas esperanzas ni engañarle durante más tiempo. Pensaba que tenía una edad suficiente para conocer la verdad, aunque creía que no era el momento más adecuado para entrar en el mundo adulto, sobre todo de una manera tan abrupta.
Pedrito cogió la mano de su mamá y fue con ella al salón, donde hablarían largo y tendido, con palabras dulces y tiernas, aunque exponiendo hechos que podrían hacer mella en el pequeño. La madre pensaba en su interior como poder hacer más llevadero aquello que tenía que explicar a su hijo. “Amor, esa es la clave”, pensó la madre mientras buscaba las palabras más adecuadas. Ambos entraron en el salón, cerraron la puerta y comenzaron a hablar de lo ocurrido.
Lo que hablaron ahí dentro, sólo ellos dos lo saben. Lo único que los demás sacaron en claro de aquella conversación es que Pedrito convirtió sus llantos en una sonrisa cómplice con su madre, que le transformó en un niño mayor feliz con un secreto en su interior que prometió solamente revelar a sus hijos, el día que los tuviera y hacerles transmitirlo, generación tras generación: “Los Reyes sí existen”

5 comentarios:

  1. Existen, pero ya casi no los siento, se me hizo mayor la magia; pero igual, muy en el fondo, es tan sólo que se ha convertido en esperanza.
    Una sonrisa a veces descreída.

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  2. Claro que existen, cada vez que hacemos feliz a alguien, cada vez que regalamos nuestro cariño y nuestro amor.

    Lo que pasa es que los Reyes de los niños son mas generosos, disfrutan con sólo verles sonreir.

    Los mayores buscamos más, queremos recompensa, y esa falta de entrega y ese creenos que sabemos todo, que estamos de vuelta de todo, hace que nuestros Reyes sean pequeñitos.

    Qué cuento tan tierno y real!

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  3. A mí me pasó como a Pedrito. A los cinco años, los Reyes me trajeron una bicicleta roja hermosa. Salí a la vereda a lucirla y las vecinas de la vuelta de casa (mayores que yo, obvio) me interceptaron con las suyas. "Qué linda bicicleta... ¿quién te la regaló?" Yo respondí que me la habían traído los Reyes y ellas se rieron y dijeron que los Reyes eran los padres... igualito que a Pedrito. Y como él, yo también entré corriendo a casa a buscar a mi mamá y a contarle lo que había pasado con la esperanza de que lo desmintiera enseguida. Creo que la mayor desilusión no fue que las chicas me lo contaran, sino que mi mamá no lo negara. Tengo ese momento grabado en el alma.

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  4. Lucy: pues la verdad es que recuerdo que me lo dijo una niña ahora desconocida en la playa y que no me traumatizó en absoluto. Los niños son así de raros. Lo tuyo, a los 5 años, un crimen total.

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  5. Izzie: claro que existen los Reytes, ¡somos nosotros!

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