sábado, 20 de diciembre de 2008

CREPUSCULAR

Cuando me di cuenta de dónde me encontraba ya era demasiado tarde. Daba la impresión de que siempre se me hacía tarde para las cosas importantes de la vida, o al menos eso creía yo. Los reflejos del sol que se sumergía en las voraces aguas del Atlántico me herían por momentos la retina, mientras su recuerdo castigaba sin compasión mi atormentado espíritu. Sentado en un pequeño muro hecho de piedra y cemento en el improvisado paseo marítimo, contemplaba el sobrecogedor paisaje de la gran bola roja supuestamente engullida por la enorme boca azulada y parsimoniosa del horizonte oceánico, ese horizonte que tantas y tantas veces había sido testigo de nuestras confidencias, nuestros secretos y nuestros susurros llenos de palabras de amor.
Al principio el acercamiento era muy tenue y difícil de apreciar.



Sólo unos pocos curiosos permanecíamos impávidos frente a la terrible
y bella escena, que se repetía día tras día. La atmósfera quedaba
suspendida y envuelta por un tenue velo que cambiaba de color según se levantaba la mañana. El diminuto polvo en suspensión que el viento traía de muy lejos hacía que el espectro de colores tornara del rojo más pasión a un violeta color uva tinta, como si de una improvisada vendimia se tratara. Los animales se paraban a contemplar el fenómeno. Pasados unos segundos volvían a correr por la playa, a volar por el cielo, nerviosos, esperando a que el acontecimiento llegara a su clímax. La tensión se podía percibir especialmente en estos comportamientos animales, siempre más espontáneos que los de los humanos.




Al principio los acontecimientos se desarrollaban con lentitud y parsimonia. Nubes estiradas hacían de visillo para hacer del rojo toda una escala de irisaciones que desde el fondo del horizonte estallaban filtrándose entre los pinares que crecían a la orilla de los acantilados. La bola caía lentamente, como si la gravedad no pudiera con ella, queriendo buscar un punto del mar en el que rebotar y hacer de nuevo nacer el día sin pasar por la noche.


Las sombras se alargaban, esbeltas y amenazadoras. Una brisa helada y húmeda me empezó a calar los huesos. Levanté la mirada y la velocidad del acto aumentó de una manera desenfrenada. Primero fue una pequeña muesca que, tímidamente, horadaba la superficie del Sol. Al parecer era apetitosa, y el gigante azul oscuro seguía tragando y tragando. Los tonos se hicieron más intensos, llegando al granate e incluso al morado. Un grito de color llegaba a las retinas de los que allí nos encontrábamos. Quedaban segundos para que no quedara nada ya que tragar.


La saliva se secaba en nuestras gargantas. Sólo una delgada línea roja se percibía sobre la línea del horizonte. En ese momento un caballo apareció enloquecido desde la otra punta de la ensenada, en dirección al lugar donde se iba a poner el Sol. Su jinete agitaba las bridas con una pasión y una fuerza inusitadas y los músculos de la bestia se contraían con una gran intensidad. Sus ojos, y los de su dueño, inyectados en sangre, volvieron su mirada hacia el grupo que contemplaba asombrado la escena.


Nos miraron, y sus pupilas se clavaron en las mías. Eran las mías. Aquel jinete era yo. Nos miramos durante unos segundos y jinete y cabalgadura se perdieron en el horizonte mezclándose con el granate de la bruma que rodeaba el lugar donde la gran bola había desaparecido. Pasaron unos segundos, interminables, y el frío se hizo más intenso y continuo. Los forros polares y cazadoras hicieron su aparición y el calor humano hizo más intenso aquel mágico momento. El silencio dejó paso a unos suaves murmullos que crecieron transformándose en risas frescas y afables. La vida siguió su curso inexorable y cada unos siguió con sus cuitas.


En aquel lugar permanecieron unas pocas parejas, y al conjunto se unieron pacientes pescadores. A lo lejos, todavía se adivinaba la estela de un caballo y su jinete. Mientras tanto, los niños, vespertinos, jugaban con una cometa aprovechando las luces del crepúsculo. Me miraron y yo les sonreí. Izalda apareció envuelta en una manta, se sentó a mi lado, en silencio, uniendo sus manos a las mías, mientras oíamos crecer a nuestros hijos ...

2 comentarios:

  1. ¡Qué manera más poética de ilustrar una puesta de sol! Me ha encantando cómo lo has contando,tan lleno de impresiones, tan rico de detalles.

    Muchos besos y sigue así.

    ResponderEliminar
  2. Eso sí que es un atardecer, macario!!!

    Abrazote.

    ResponderEliminar