sábado, 23 de mayo de 2009

ESCALERAS Y ASCENSORES

El odiaba los ascensores y ella las escaleras mecánicas.


La ciudad les albergaba a ambos, haciendo lo posible para que coincidieran en el vestíbulo de una estación, en unos grandes almacenes o en alguna cafetería de moda para que sus miradas convergieran y el amor surgiera entre ellos.

Y es que la ciudad era una gran alcahueta que se afanaba en conseguir unir a parejas escogidas de sus habitantes para que la energía de su pasión lograra encender alguna de las miles de bombillas que cada noche iluminaban sus calles.


Pero nuestros elegidos no ponían mucho de su parte. Cuando llegaban a la estación del metro que les encaminaba a su lugar de trabajo, que se encontraba en la misma parada, él descendía, leyendo un periódico gratuito, por la interminable sucesión de escaleras mecánicas, colocado pacientemente en el lado de la derecha, mientras alocados oficinistas se atropellaban para llegar lo antes posible al andén. El ascensor que se encontraba nada más pasar los tornos de entrada era más rápido, pero estaba lleno, y la claustrofobia le impedía utilizarlo. Y allí se encontraba ella, con sus auriculares y su cara de sueño, cada mañana a la misma hora.

Ella odiaba las escaleras mecánicas, le exacerbaban un nada disimulado vértigo. Siempre las habían aborrecido, desde que, de pequeña, cayó rodando el tramo completo de unas escaleras de un gran almacén, en pleno período de rebajas, arrollando a un grupo de siete marujas consumistas que estuvieron a punto de lincharla, ofendidas por hacer sido noqueadas por una mocosa de seis años. Las de su estación de metro de partida eran especialmente antipáticas, y siempre las había rehuido. Al principio recurría a las tradicionales de escalón fijo y barandilla, pero ahora estaba encantada por el ascensor, veloz y silencioso, que le conducía directamente a la puerta por la que debía acceder al vagón de metro, para así salir en su destino por el punto más favorable del andén.

La ciudad estaba desesperada, pues pensaba que estaban hechos el uno para el otro, pero la terquedad de ambos había imposible cualquier tipo de acercamiento. Les habían hecho vivir en la misma manzana. Luego a él le había cambiando de trabajo, junto en el mismo edificio que a ella, aunque habían colocado unas inexplicables escaleras mecánicas en el vestíbulos que les volvían a separar. La ciudad ya parecía darse por vencida y dejar por imposibles a estos dos enamorados en potencia.

Sin embargo, en los momentos en los que la desesperación se había mayor y más desesperada, dio con la solución y comenzó a urdir un plan. Sería el plan definitivo que terminaría por unirles para siempre. Haría coincidir todos los sincronismos de los diversos ingenios mecánico-electrónicos que funcionaban en la estación de metro para que sus ojos se encontraran frente a frente y surgiera el flechazo.

El plan seguí su curso: madrugón, entrada en la estación, ascensor junto a escalera mecánica, sincronismo total. El momento cumbre estaba a punto de llegar, pero algo ocurrió de repente: "Se informa a los señores pasajeros que, por incidencias ajenas a Metro, el servicio estará interrumpido durante más de veinte minutos". Y ahí quedó chafado el plan, o al menos eso parecía.

Como por arte de magia, las luces del andén se apagaron completamente, y sólo unos pilotos tenuemente iluminado indicaban la salida de emergencia. Las masas enloquecidas subieron corriendo por las escaleras apagadas, pisoteándose y lastimándose con desesperación. En unos minutos, sólo quedaron dos figuras solitarias , separadas nos metros, en un andén desconocido por lo desangelado.

Comenzaron a acercarse, eran ellos. "Hola", se dijeron. "¿Qué haces aquí sol@?", preguntaron. "Me dan miedo los ascensores", dijo él. "Pero si no funcionan", dijo ella. "Y a mí las escaleras mecánicas", dijo a continuación. "Pero si tampoco funcionan", añadió él. "Subamos pues andando", dijo finalmente. "¿Y la gente?, tengo agorafobia", dijo ella desconfiada. "No hay gente, sólo nosotros", contestó él.

Tras unos instantes, que a la ciudad, que observaba atenta, se le hicieron eternos, ella tomó su mano derecha, la besó tímidamente y, tras asirla con firmeza, le condujo a las escaleras de subida. Mientras ascendían, no sin dificultad, la luz volvió. Mirándose a los ojos, sonrieron y decidieron que siempre andarían juntos, con la única ayuda de sus manos, olvidándose de ascensores y de escaleras mecánicas.

La ciudad sonrió satisfecha y decidió irse a dormir, aunque eran las ocho de la mañana y todavía quedaban parejas a las que unir. Estas últimas horas habían sido duras, y mañana sería otro día.

6 comentarios:

  1. Un cuento de hadas en pleno siglo XXI.

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  2. Me ha gustado mucho ese papel que le das a la ciudad de alcahueta. Felicidades.
    Muak

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  3. Una bonita historia del destino haciendo de celestina o la ciudad como ser vivo preocupada.

    Besos

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  4. Lucy: el metro de Madrid es una de mis fuentes de inspiración favoritas. Estas y más cosas seguro que pasan y ni nos damos cuenta.

    Besos

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  5. Lunarroja: la ciudad nos mira,a veces se ríe de nosotras y otras llora por nuestra culpa, muchas veces de tristeza. Hagámosla llorar de alegría.

    Besos

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  6. Izzi: ¿No te conocí en el Metro? Pues no habría estado mal...

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