Los salvajes disturbios de Pozuelo de
Alarcón han dado la vuelta a España, tal vez la vuelta al mundo, y creo que estaremos de acuerdo en reconocer que debería
caérsenos la cara de vergüenza a todos, más a unos que a otros.
Gentes más sesuda e ilustradas que yo han derrochado ríos de tinta analizando el tema. Esas gentes, todas ellas de los medios de
comunicación, parecen escandalizadas por lo que ha ocurrido, buscan culpables, ofrecen soluciones, no dan crédito algunos a lo que se presenta ante sus ojos.
Creo que el problema es aun mayor que lo que parece. Es un problema consecuencia de la pérdida de
valores de la sociedad actual, de la española en particular.
El Estado, confundido con el Gobierno de turno, se ve impotente a la hora de transmitir a sus ciudadanos, los más jóvenes en este caso, la importancia de cumplir las leyes, unas leyes que,
supuestamente, todos aceptan y que son la base de una convivencia pacífica, que redundaría en un mayor bienestar y progreso del colectivo al que pertenecemos y, por ende, de cada uno de los individuos que lo formamos.
Y en ese punto es donde empieza a fallar el sistema que nos gobierna. El
individuo no
importa, no le importa a nadie, nadie se
preocupa del bienestar del individuo, nadie le exige nada al individuo, a la persona, sólo se le invita a que sea el mismo, a que haga lo que le venga en gana en cada momento, a que sea "libre" (falsamente, claro, pues en el fondo está condicionado por un ente superior que le guía como parte de un rebaño). Esa libertad hedonista se acompaña de un
sostenimiento económico del sistema que, a cambio de dinero, otorga comodidad, garantías ante las
adversidades y
tranquilidad ante lo que
pueda venir, sin incentivar para nada al individuo (que no persona) a vencerlas por sí mismo, mediante su esfuerzo de cada día. No existe la
planificación con vistas a un futuro mejor (para ejemplo, la política actual), sólo un ir pasando un día hasta llegar el siguiente disfrutando lo más posible.
Se cuestiona constantemente la autoridad de los padres, con el argumento de que no están formados ni capacitados para orientar a sus hijos sobre como andar por la vida y se nos dice que no tenemos derecho a inculcar a nuestro vástagos los valores que
consideramos son los mejores para ellos, porque son los que mueven nuestra vida y asientan los pilares de nuestras familias (eso los que los tengan, claro).
Así, la educación en valores de cada casa es sustituida por el
adoctrinamiento educativo y televisivo (ni siquiera se lo tienen que
currar con lecturas subversivas, que implicaría un esfuerzo). Se trata de eliminar al máximo el ejercicio de la patria potestad con leyes que
cortocircuitan la autoridad paterna, otorgada por el derecho natural (¿a quién le importa esto?).
Siguiendo con la argumentación, la autoridad del docente o profesor de toda vida, tanto en el colegio como en la Universidad (antes templo del saber) se ha dilapidado y eliminado de un modo que costará décadas de esfuerzo recuperar. En mis años mozos nos poníamos de pie en clase cuando entraba el profesor en clase, como señal de respeto ante la persona que va a transmitir sus conocimiento a un grupo de personas que, con los años, serán los
encargados de, con su esfuerzo personal, hacer que el país mejore y crezca en todos los sentidos. Si el profesor es humillado y despreciado, ¿en qué se va a convertir?
Si los padres somos tan malos e inútiles, si no somos capaces, según el Estado (que se nutre con nuestros impuestos) de educar correctamente a nuestros hijos y si ese mismo Estado, con sus dirigentes a la cabeza, considera que es él el más capacitado para convertir nuestro país en una suerte de paraíso
rousseauniano en el que todo el mundo es bueno y benéfico, por qué, cuando los síntomas de su fracaso son evidentes e imposibles de tapar y esconder, mira entonces a unos padres a los que retiró la autoridad,
exigiéndoles que meta en cintura a esos vándalos a los que alimenta y sustenta en sus cómodas casas.
Es lo que yo entiendo por una aplicación de manual de la ley del embudo. Lo peor de todo será que los padres de esos hijos, alienados por el sistema, darán la razón a los hijos, que han cuestionado la máxima autoridad existente, aquella a la que se le permite el uso de la violencia para hacer cumplir la ley. Nunca hasta ahora el mensaje del pacifismo había cohabitado tan
intensamente con una violencia tan feroz y tan jaleada.
El Estado es bueno como idea, pero no tiene derecho a alienar a sus dueños, nosotros, hasta tal punto de eliminarnos como personas. Somos estúpidos al permitir que esto ocurra, somos estúpidos al creer que siempre quiere nuestro bien. Ahora mismo lo único que quiere es perpetuarse y crecer a nuestra costa, eliminando la iniciativa privada, los proyectos de las personas, mientras se alimenta de nuestro esfuerzo. El Estado, con hechos como los del pasado fin de semana, debería pensar en dar una oportunidad a esos padres para poderles después exigir que hagan bien su trabajo, que están deseando poder hacerlo.