lunes, 2 de noviembre de 2009

EL CAFÉ DE LAS ARTES

Durante años y años, el palacio de Abrantes había pasado frente a mí, y yo frente a él, al final de la calle Mayor, sin más pena que gloria, eclipsado por edificios más nobles, si puede emplearse este término, más poderosos, más emblemáticos o arrinconado simplemente por mi prisa y lo acelerado de mis pasos, unos pasos que me encaminaban hacia los santos lugares del foro madrileño.

Aquel día, más pausado y con más años en mis alforjas, su contemplación me deparaba una sensación de calma tensa y una inquietud que no concordaban con los propósitos que me habían llevado a ese lugar, actual
Istituto Italiano di Cultura. Antigua embajada, desde finales del siglo XIX, quedó finalmente convertido en centro docente después de una serie de avatares, bélicos unos y oportunos otros, que llevaron al embajador a la noble calle de Juan Bravo, dejando el robusto y elegante edificio para el goce y disfrute de jóvenes de todas las edades, incluido yo mismo, cuarentón recién estrenado con una vida por rehacer.

Y en los bajos de aquel edificio, donde tal vez se encontrara una antigua bodega, o la entrada a habitaciones de los siervos o de castigo para miembros del populacho que se habían metido en camisa de once varas, me encontraba yo, frente a unos ojos almendrados color oliva, que me escrutaban ansiosos de conocer mis proyectos y planes, con la lingua como excusa y con una cicatriz en su fosa ilíaca derecha, obra de mis manos, unas manos que golpeaban nerviosas el mármol de las mesas de la cafetería, a la espera de que la camarera, de importación piamontesa, nos sirviera el preceptivo par de capuchinos.

- No puedo creer que no me recuerdes, inquirió lanzada Helena rompiendo el hielo. Tú trabajabas en El Escorial y yo asistía a un curso de verano en la Universidad Complutense.

- La verdad es que algo familiar sí que me resultas, aunque de eso puede hacer más de diez años. De todos modos, no te apures, en aquella época no era raro que allí operáramos a estudiantes extranjeras de la Universidad de Verano. Por lo que veo, la operación dejó huella en ti, respondí dejando caer para seguir con el hilo de la conversación, algo presuntuoso.

Helena comenzó a contarme su vida pasada de un modo que me hizo ruborizar de un modo vergonzoso. El curso se llamaba La alimentación en el mundo mediterráneo. Del banquete platónico a las dietas cardiosaludables, y mi reciente amiga era una tierna estudiante de filología italiana con la mayoría de edad recién estrenada. En realidad el curso era una tapadera, pues se había escapado de casa con su profesor de Literatura Medieval, que impartía una charla en el curso. La loca Helena había engatusado al famoso profesor Tornatore, experto en el Medievo y cincuentón padre de tres hijas, y le había arrastrado a su apartamento del centro de Lucca, donde vivía mientras asistía diariamente a sus clases en la Universidad de Pisa. El escándalo fue mayúsculo, aunque prontamente tapado por una cínica y puritana cúpula docente, que envió al profesor a una gira por las universidades de verano de toda Europa, con la esperanza de que olvidara a su pérfida e irresistible alumna.

No contaban con la decisión de la joven y la osadía de sus pocos años y el tiro les salió por la culata. El Escorial era la tercera etapa de un periplo que venía de la Provenza, pasando por la Pompeu Fabrá y la Autónoma de Barcelona, antes de llegar a la sierra madrileña.

- ¿Te diagnostiqué pronto la apendicitis?, pregunté entre vanidoso e inseguro.

- Ja, ja, ja. La verdad es que creo que eras un pardillo novato y, encima, recién casado, contestó divertida.

-¿Y cómo sabías tú eso, si ni siquiera hablabas español en esa época?, insistí ya enfadado.

- Veo que ya empiezas a recordar, seguro que te fijaste en mí, aunque no lo puedas reconocer.

Helena me relató como su amado profesor, ya olvidado, buscó al mejor médico de los alrededores, aunque con una discreción nada desdeñable, pues pensaba que su conquista post-adolescente estaba embarazada y requería unos cuidados prudentes y sin aspavientos. Afortunadamente para ella, la gestación quedó descartada y, más tranquilo llevó a Helena a urgencias del hospital comarcal cercano, donde yo estaba de guardia.

- Quien si se fijó en ti fue el anestesista, muy majo pero bastante golfete. Ahora que lo dices, recuerdo que se gasto un buen cachondeo a mi costa a cuento de tu apendicitis. Está mal que yo lo diga, pero eras todo un bombón, confesé algo apurado.

-¿Cómo que "era todo un bombón", doctorcito? En España los hombres sois demasiado bruscos, aunque no sé si sois peores que los zalameros y mentirosos de mis compatriotas.

Pasaron dos horas entre risas y chanzas, todas ellas de Helena hacia mí, una Helena que se había convertido en toda un experta en detectar hombres con problemas del cuore, tal vez para curárselos con sus cuidados expertos o para hacerles sufrir aún más haciéndoles albergar esperanzar de placeres sin fin en su ático junto a Puerta Cerrada.

4 comentarios:

  1. Y a mi, me parece que este curso de italiano promete....
    Todo un arte de estrategias urdidas ante un café.
    Una sonrisa

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  2. Jobar, Nuareg! Me encanta tu relato, bandido. Cada día escribes mejor. Me da igual si es real o no.
    Es estupendo.
    Qué bien te está sentando el italiano!!!!!!!!

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  3. Ilia: el café siempre seguirá siendo lo que es, el arma de seducción por antonomasia

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  4. Pe: ¿qué es la realidad? ¿qué son los sueños? Quien tenga la respuesta, que la calle, quien no, que siga leyendo.

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