Entrada 101.
Es como un principio, después de haber empezado algo hace 100 unidades de algo que no se sabe bien lo que es. Es verano y, aunque sea la estación alegre por antonomasia, en esta ocasión se ha despertado en mí un sentimiento de abandono, de falta de algo, de melancolía.
Muchas veces pienso que esto del blog es como una especie de lotería que me ha tocado en la vida. Nunca me habían llamado
especialmente la atención, y
jamás pensé que pudiera llegar a abrir uno, pero han pasado 100 momentos y aquí sigo. En esta ocasión me va a servir para escribir sobre algo que llevo dentro de mí desde hace ya varios años y que es muy mío, es de mi vida y sólo de mi vida, aunque las vidas de los que me quieren se hayan visto afectados de una manera similar a la mía.
Sabéis que soy médico, que me gano la vida con eso. En el fondo creo que soy un pobre médico de pueblo (J
XXIII quería ser un pobre cura de pueblo, él seguro que sabía por qué), pero como la vida da muchas vueltas y de algo hay que vivir, me hice anestesista.
Aunque la gente no lo sepa muy bien, nosotros, los
anestesistas, vivimos muy de cerca las
enfermedades de la gente, sobre todo las más serias y graves, y conocemos con bastante detalle los modos de diagnóstico y tratamiento de muchas de ellas. Convivimos con el cáncer más que muchos otros médicos de otras
especialidades tal vez más reconocidas. Y es el cáncer el comienzo de esta historia ...
La música italiana suena en la habitación, me inspira y me llega, como le llegaba a él. Escuchando, escribo y recuerdo momentos de dolor, de gran dolor
para mí, de pena profunda que, siendo rememorados dejan un poso melancolía e incluso
remordimientos por no haber evitado lo que de todos modos debía de ser inexorable.
Era Junio, mes de cierta holganza, días largos y calor incipiente en las calles.
-¿Qué tal estáis?
-Bien, muy bien por aquí.
-¿Hace bueno?
-Sí muy bueno, estamos pasando unos días muy buenos.
-¿Qué pasa, te noto rara?
-Nada, nada, bueno, es que Papá se ha desmayado esta mañana, pero ahora está bien.
Fueron al médico, por indicación mía. Resultado, anemia importante, visita a urgencias, transfusión sanguínea, viaje a la playa a recogerles y de vuelta a Madrid. Comienzo a hacer gestiones, con el diagnóstico hecho en la cabeza, para ver que es lo que pasa.
Endoscopia alta, todo normal.
Colonoscopia, lesión con mala pinta, quirúrgica, ya.
Conociendo como era mi padre, sabía que con el cirujano la relación iba a ser buena. "El hijo del maestro nunca es aprendiz". Mucho cariño por parte del cirujano, con quien yo había tenido en el pasado algún que otro
enfrentamiento, pero que luego lo dio todo por mi padre.
Llega el día de la
intervención. Bajo las
escaleras con el amigo que le iba a anestesiar y nos encontramos con el cirujano. Le veo y sé que algo va a ir mal. "Nos vemos en quirófano", dice.
-Respira hondo, que te vas a dormir.
Agarro su mano y cae en un plácido sueño. El respirador es conectado y las constantes aparecen cadenciosas en el monitor. El cirujano entra de nuevo en el quirófano, me mira, me llama y me dice: "¿Has visto el
TAC?. "No", contesto. "Tiene LOES hepáticas".
Esa frase fue para mi como la muerte de una parte de la vida que me lo había dado todo, que me había ayudado a llegar hasta donde estaba. Salí a un pasillo, intentado no llorar, hablé con mi amigo y pensé que lo había sabido desde que vi el primer análisis después del mareo.
La cirugía acabó y mi padre comenzó a despertarse.
Fue un mal sueño. Despertó con un "Ay Dios mío", repetitivo, que me torturó durante meses. Creo que aún lo sigue haciendo cuando lo recuerdo. Era como si su
subconsciente supiera la verdad, una verdad terrible y cruel.
Había terminado la operación y tenía que enfrentarme a la realidad, al trago de contárselo a mi familia. No podía. Le pedí al cirujano que lo hiciera por mí y luego mi madre y yo lloramos juntos.
La operación fue fenomenal, con un
postoperatorio de libro. Cambiamos las vacaciones para poder estar ahí. Mi padre se recuperó muy bien, pero teníamos una cita pendiente con el cirujano en la que debía contarle que las cosas habían ido bien, pero no del todo.
"¿Quieres contárselo tú?, me dijo el cirujano. "No", contesté yo. Creo que es demasiado para un hijo médico que sabe lo que viene después.
"Bueno, tenemos que hablar de lo tuyo", y comenzó a explicarle lo que tenía con más cariño del que pueda imaginar. Aunque tenga sus cosas, que yo sé que las tiene, personas como él hacer más grande mi profesión.
Luego vino el contárselo a la familia de fuera, a los amigos, y fue como morir de nuevo de dolor, intentando ser fuerte para no hacerles sufrir lo que yo estaba sufriendo. La realidad es que no había esperanza y durante unos meses viví d unas
estadísticas vistas desde la parte de una botella medio vacía que en realidad estaba vacía del todo.
Durante meses me torturé por no haber podido detectar ese cansancio extraño que no parecía nada más que el estar raro después de la jubilación. Nunca sabré que habría pasado, si la suerte estaba
hechada y si su tiempo había terminado de todos modos.
Llegó el día de colocar el porta-
cath, después de haber hablado con un
oncólogo con el que nunca llegó a conectar ("Este tío no es como el cirujano, este tío no cura a nadie"). "Yo te llevo, Papá, y te acompaño al quirófano, que es con local y no tardan nada".
Llegamos al quirófano y comienza la operación, sencilla como había dicho. Todo iba bien,
aparentemente, pero una mano se movía bajo los paños. Era la mano sufriente de mi padre, que pedía a gritos ser apretada. Así lo hice y de nuevo lloré en silencio en mi interior. De nuevo sufrimiento y dolor, en el momento menos pensado.
Siguieron unos meses duros de
quimioterapia, al principio llevaderos, pero luego
frustrantes y finalmente fracasados e
interrumpidos por el deterioro
generalizado. Luego siguieron muchas lágrimas en soledad, algunas en compañía de gente buena que me decía que tenía que ser fuerte.
A mi
churri le contaba todo y me miraba apenada. "Lo peor está por llegar", le decía. Ella no me creía, pero terminó dándose cuenta de que tenía razón cuando, después de unos días sin subir a casa de mis padres, pues se quedaba con los niños, estrechó la mano adelgazada de mi padre y tuvo que hacer esfuerzos por no llorar.
Saber es muy malo, la ignorancia es la amiga del enfermo de cáncer.
Las cosas se estaban poniendo muy mal y llegó la hora del desenlace. La noche anterior la pasé durmiendo en la que había sido mi casa hasta que me casé. Decidimos ir al hospital el día siguiente, que era domingo por la mañana. Mi padre estaba muy mal, A los dos días, en paz, sedado con todo el amor que le podíamos dar, entregó su alma a Dios y nos dejó solos.
Y pasó el tiempo, y cada día me sigo acordando de él, porque mucho de lo que soy a él se lo debo.
Y no sé
porque he escrito todo esto, que a nadie le importa. Parece que este blog haya sido creado para escribir esto, y es curioso que tenga que ser en la entrada 101. No va a ser la última, sino la primera de la segunda centena. Mi padre sigue en mí y espero seguir yo en él por siempre. Me lo dio todo y quiero seguir recibiendo de él su ayuda, su amor y sus besos en la noche, mientras duermo.
El amor que supera la muerte es amor verdadero.
PD: Luego vino el entierro, el funeral, las llamadas y los abrazos y besos de gente buena, de amigos suyos y míos. Paradójicamente, mucha vida salió de su muerte y algunos amigos volvieron a estar junto a mí después de mucho tiempo, y siguen ahí, y es que la vida y la muerte están más unidas de lo que nos creemos.