Sigo dándole vueltas al tema de las trufas. Confieso que mi primera impresión fue de un placer papilar difícil de explicar. No era un sabor claramente agradable, aunque sí que conectaba con unos receptores nerviosos que encendían áreas de mi cerebro gustativo que nunca habían sido estimuladas.
La primera impresión es la que cuenta, y fue embriagadora. Fue un platito de final láminas de trufa, sin cocinar, ligeramente recubiertas de aceite de oliva virgen extraído en frío. Una delicia.
La cena continuó y eso fue el origen del los males intestinales que siguieron horas después, en el frío de la madrugada, aunque considerando que fue un error mío y una escasa consideración por parte de la simpática camarera, no culparé a las trufas de esos males y aquellas angustias.
Volviendo sobre aquel platito inicial de trufas bañadas en oro líquido me parecen una recreación certera de los frutos más preciados de la tierra mediterránea: el oro líquido y el oro negro. Excelente combinación del trabajo del hombre que da un oro líquido y de la búsqueda de los tesoros más recónditos que dan unas láminas que saben a tierra. Pensándolo bien, creo que volveré a robar las trufas, aunque no de la opípara manera de mi estreno por tierras francesas.
¿Por qué me atrae el sabor de las trufas? ¿Por qué se pagan fortunas por ellas? ¿A qué sabe la tierra? ¿Por qué esa evocación de la tierra en forma de sabor me ha resultado tan atrayente?
La tierra nos entra por todos los sentidos, por los convencionales y por los que tenemos y desconocemos en donde se encuentran.
Caen unas gotas, las pistas forestales se van empapando ligeramente con el chispeo que precede a una tormenta de verano. Llueve con más fuerza y nos protegemos debajo del tejadillo de una casa de pueblo. Miramos como llueve mientras esperamos a que escampe. Deja de llover y comienza el olor a tierra mojada que dura el tiempo que tarda esa lluvia caída en la tierra en evaporarse.
Vemos Memorias de África y llega la escena de la avioneta con el Sol detrás y el marrón de la tierra africana impresiona nuestra retina. Los pelos se ponen de punta y todo el cuerpo se estremece solo de pensar como debe vivirse esa sensación en directo.
La gente que ha estado en la cuna del género humano, en el África más Subsahariana, donde el primer predecesor del hombre moderno decidió comenzar un viaje que le llevaría a las estrellas, habla de esas sensaciones. Algo hace estremecer hasta la última célula de su ser. Es una vuelta a los orígenes, una especie de deja vu genético difícil de explicar, y que sólo se puede sentir.
Polvo somos y en polvo nos hemos de convertir, de la tierra venimos y a ella volvemos. La teoría de Gaia parece algo desfasada aunque algo de verdad podría tener, y es que la Tierra, esta vez con mayúscula, no sólo es nuestra casa, somos parte de ella y ella parte de nosotros.
¿Será por eso que nos gustan las trufas?
Quién soy yo para ayudarte a escribir un libro
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Hoy voy a responder a una pregunta que yo me planteo a veces: «¿Quién soy
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Hace 1 día