Lo que voy a contaros en las siguientes líneas es un pensamiento complejo y muy elaborado. Llevo
reflexionando sobre ello desde hace más de un es y creo que estoy en condiciones de presentar por escrito mis pensamientos. Como algunos sabéis, una especie de viaje
iniciático del comienzo de la cuarentena me ha llevado a tierras que jamás pensé recorrer. Venciendo una de mis fobias, reconozco que algo injusta, me decidí a recorrer los campos, ciudades y pueblos de la
Provenza francesa. Superada mi fobia al idioma y a algunas características conocidas de sus habitantes, me metí de lleno en los restos romanos, los castillos-palacio de roca imponente de las ciudades papales de
Avignon y alrededores.
Cada noche, en compañía de mi churri y unos amigos, unos en cuerpo y otros, por azares de la vida, en espíritu, nos dábamos homenajes gastronómicos a mayor gloria de los cuarenta años cumplidos. La gastronomía francesa hace honor a su fama, aunque no siempre. Algún pero quiero ponerles a nuestros vecinos del Norte, y es que da la impresión de que la costumbre de combinar sabores y texturas se convierte a veces en una pequeña obsesión, con resultados inciertos a veces en los estómagos de sus clientes. Creo que han dejado de lado los sabores puros y se han lanzado en demasía en brazos de la fusión y los contrastes. No creo que éstos últimos sean malos, antes al contrario, pero un exceso de celo en este sentido puede amargar la noche al paladar más exigente.
Gastronómicamente hablando, decir Otoño en Francia es decir trufas. La trufa es una hongo muy selecto y escaso que la tierra alberga en su interior, a la espera de que un olfato privilegiado la detecte y dé a luz. Tuber melanosporum la llaman en la familia de los hongos comestibles. Es la reina del mundo micótico, con un reinado que se basa en una efímera y fugaz aparición en las tierras mojadas de las orillas del Mediterráneo. Expertos sabuesos, adiestrados por codiciosos humanos, husmean el suelo de robledales hasta alcanzar el frenesí de la extenuación que supone hacerse con la mayor pieza, que hará rico a su propietario.
Los franceses suspiran por la llegada de la trufa y nosotros, viajeros curiosos, nos preguntábamos todas las noches sobre las virtudes y cualidades de ese producto de la tierra, de tan poca agraciada apariencia. Desconocíamos su sabor y su olor, su textura, incluso su precio. Finalmente nuestro amigo Jerome, del hotel en el que nos alojábamos, nos recomendó un restaurante apropiado para introducirnos en el mundo de la "trufología".
Trufa de primero, trufa de segundo, trufa de tercero. Ese era el menú en cuestión y hacia
el nos lanzamos con una venda en los ojos. ¿A qué sabían las trufas? En primera instancia es difícil de explicar, no se parece a nada que hubiera podido paladear anteriormente. Es un sabor muy fuerte, ciertamente poco digestivo, intenso, de ahí que se precisen cantidades muy pequeñas para condimentar los platos que cada Otoño adornan las mesas más selectas. La pregunta estaba ahí y era insistente: ¿A qué saben las trufas?
Pues bien, tras superar una muy pesada digestión después del pantagruélico menú trufero, me he pasado más de un mes pensando en una respuesta satisfactoria y convincente a esta cuestión, por fin he podido atisbar una teoría sobre el sabor de la trufa y el porqué de tu éxito: SABE A TIERRA.
P.S.: Para empezar el año me parece una aceptable reflexión, pero será continuada por una disertación sobre la tierra o la Tierra, que mañana será otro día.